Para que llegara a ser mi compañero de viaje, hubo largo trecho. Primero, alguien me hablo de él, con gran entusiasmo y argumentos convincentes, todo un tratado académico sobre el café a cargo del genial catedrático Cristóbal Acevedo, bajo un método hermenéutico de investigación pero relatado poética y vivencialmente, con momentos cumbre de cotidianeidad absoluta: el fuego lento, el cuidado al servirse y al tomarse, la calma y hasta el espíritu que hay que tener para tomar un buen café.
Luego vino el simple hecho de tener diariamente la oportunidad de tomar el café expreso: me sedujo su carácter profundamente amargo y concentrado, algo infrecuente en la Oaxaca tradicional, donde se toma de la olla endulzado con panela o azúcar refinada, usualmente con vainilla. Es impresionante cuánto café se toma, por ejemplo, en el Istmo, pero casi siempre bajo este modo oaxaqueño.
Ahora mi café guarda sabores de esos tiempos felices de amanecer espiritual, y aromas de esperanza juvenil que habitan en los ascendentes y sutiles vapores de su calor de vida.