lunes, 24 de marzo de 2008

Tío Beto

Hoy recuerdo a mi tío Beto, Alberto Fernández, que ha sido, sin duda, y por muchas razones, mi tío más querido e importante. Fue mi padrino de bautizo; su esposa, mi madrina; sus hijos, mis compañeros de juegos. En mi infancia, era prácticamente mi único tío, los demás me daban cierto miedo o recelo, los sentía ajenos y evitaba todo trato con ellos.

Es inevitable recordar el final de su vida, en que soportó valerosamente una cruel enfermedad que cargaba encima, acercándose más a Dios, y más que nunca en su vida. Su fe tan viva le permitíó enfrentar los días grises con calma y contento, que compartía con la familia, contagiando a sus más cercanos de esa mística alegría del alma, esa luz inocultable en los ojos de quien se ha reencontrado con Dios: hoy hasta recordamos esos tiempos como felices.

Su enfermedad fue un calvario que prefiero no describir. Pero por eso mismo también creemos que tuvo tiempo suficiente para saldar todo tipo de cuentas con el Creador.

Su velorio me impresionó mucho, no sólo por las emociones encontradas de todo luto, sobretodo cuando es tan cercano, sino por el cálido ambiente que reinaba en el lugar. No recuerdo estar presente en otro velorio con tanta gente. Así de querido era en la ciudad de Oaxaca. Dios lo guarde.

Resurrección de la Palabra

La palabra "resurrección" había muerto, o al menos eso parecía. No se escuchaba en las plazas ni en los teatros, y hasta se dejaba de oir en las casas. Vocablo que sonaba sin ser escuchado, como ruido de fondo, no tenía sentido ni significación. Entonces otra palabra pretendía devorar todo vocabulario: "muerte". ¿Y quién puede entender algo sin la vida de la palabra, quién puede vivir sin entender nada?

Era la Palabra misma, olvidada por necedad humana, la que hacía falta en cada voz. Era también herencia de una Eva y un Adán, que por vana ciencia habían perdido la sabiduría de la vida edénica. Por eso la resurreción a nada sonaba, o sonaba a cuento chino, artificio de mago de fiestas, hechizo fallido, invento de payaso o retórica de merolico. Ah, pobres hombres que habíamos olvidado la verdad y el sentido de las palabras, seducidos por ideologías necrófilas y filosofías huecas, con su olvido habíamos perdido también la propia vida: nosotros éramos los cuentos chinos, los artificios de magos, la retórica del merolico.

La Palabra misma tuvo que encarnarse para liberarnos de las ataduras que ensordecían nuestros espíritus. La Palabra se encarnó, murió y resucitó para dar vida plena a quienes hoy ya escuchan: Resurrección...