viernes, 19 de junio de 2009

La orden del general

Fue entonces, en los días amargos después de esa desgracia acaecida durante la batalla de los Campos de Juno, cuando el general me ordenó escribir: quería que fuera el cronista, el escriba de este ejército. Yo no sabía cómo, vil raso, no sabía lo suficiente, con sinceridad creía en la existencia de mejores reclutas para ese papel.

Para la presente guerra, dado que no tenía la talla ni las militares dotes para sobrevivir en tan terrible palestra, la misión para mí era bastante simple: todo tendría que plasmarlo por escrito, por honor y por justicia. Y como una suerte de Midas, todo transformarlo en memoria, todo en la inmortalidad áurea de las letras. Con la retórica acrisolada por los años de larga experiencia, el general buscó persuadirme con un perfecto y sencillo discurso bélico, por momentos un tanto rústico, en otros megalómano. Y al final, con tono de amenaza, con la voz grave y poderosa que usaba para lanzar sus ultimátumes, me dijo que así cumpliría yo como soldado, que así cumpliría con la Patria. Salió de pronto, casi sin despedirse, remantando su sermón con un latinismo que golpeó la habitación al mismo tiempo que la puerta cerraba con fuerza: ¡...scripta manent!