viernes, 26 de febrero de 2010

Tráfico expiatorio

El tráfico de todos los días, otra vez henchido a la hora acostumbrada, la situación empeora por el estrés, las prisas y el calor de un sol inclemente. Los autos se detienen pero siguen encendidos, como bestias acorraladas mugiendo, mientras muchos conductores se desesperan y hasta riñen, contra su prójimo o contra el asfalto quemante del mediodía. Hasta los reflejos del sol en las partes cromadas o en las ventanas de los automóviles lastiman tanto como el ruido exterior de esa jauría de cláxones chillando, mientras aún rugen los motores, amén del alboroto corriente y la agitación propia de la urbe. Demasiada información. Volumen histérico y desapacible de un estruendo informático. Rechinidos, alarmas o sirenas, de pronto humos y vapores desagradables y hasta insalubres, carteles nuevos o deshechos, espectaculares, camisetas impresas, letreros y anuncios en autos o autobuses, en los postes o puentes peatonales, donde sea, lo mismo que las pintas de aerosol, y gritan igual tags o grafitis: todo aquí contribuye al estrépito que martiriza obstinada y cotidianamente a los ciudadanos que sólo buscan transitar con tranquilidad.

Después de años de esta tortura de baja intensidad, algunos aprenden a enfrentar cada vez mejor la situación, con más paciencia y por supuesto, abnegación: monjes contemplativos al volante, que aceptan la realidad y superan la saturación exterior con el oasis pacífico de sus interiores afinados por la virtud.