lunes, 1 de febrero de 2010

El tesoro y el bibliotecario

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Amaba el silencio habitual de su pequeña Alejandría, que vivía como un sentido himno al pensamiento. Por eso se fascinaba observando cómo en silencio la gente leía, sabiendo que en sus interiores bullían batallas, milagros y todo tipo de pasiones.

Era su obligación acomodar los libros según unas cuantas categorías básicas: religión, filosofía, literatura, arte, ciencias humanas, ciencias naturales, otros. Después de dudar, colocó ¿Qué es el budismo? de Borges en los libros del segundo estante. Encontró lugar para poner La imagen de la naturaleza en la física actual cerca de La vida misma. Hojeando Vanina Vanini se entretuvo un rato, pero se perdió durante horas en los poemas de Holderlin. A pesar de las exigencias de su trabajo -y de las quejas del supervisor-, en alguna jornada no pudo continuar hasta que terminó La Tempestad (un furor parecido lo envolvió en otra ocasión hasta que cerró Las flores del Mal). Se inspiró leyendo las vidas gloriosas que narra Vasari, así que tomó otras biografías: las de Suetonio, una sobre José de San Martín, la trilogía de Vasconcelos y remató con las Memorias del Oratorio.

Cuando se preocupaba por concentrarse más en su trabajo, evitaba distraerse más que con libros de ilustraciones: de cualquier manera se detuvo horas en ese catálogo de setas, en mapamundis, en libros de tipografía, aeronáutica, filatelia, numismática, o historia del arte. Cuando creía tener más tiempo, sí que se aventuraba a sumergirse en libros literarios o filosóficos. Con avidez recorrió las Vidas de Diógenes Laercio y las obras de teatro de Sartre. Pasó temporadas explorando detenidamente los escritos de Edith Stein. Otras tantas los de Séneca. Otro día, después de empaparse de Bergson, trató de leer a Hegel pero no logró atraer su atención. En cambio, Yo y Tú de Buber lo cautivó: le sugería una revelación filosófica, mística, que aún no llegaba a entender. Del mismo modo, le parecía superior la poesía del Siglo de Oro español. Y fue hasta aquel día, un miércoles festivo, cuando sintió que su alma había cambiado después de leer tres textos celestiales: Las Moradas, las Fioretti y el Cántico espiritual.

Después de algunos años en el mismo trabajo, ya había visto tantas portadas y anteportadas, viejas y modernas, tantas reseñas, fotos, diseños de lomos, solapas y frontispicios, retratos de los autores, ilustraciones, letras y capitulares, ...que ahora casi podía mirar frente a él en un simposio, las figuras de Cervantes, Platón, Chesterton, Azorín, Tagore, Kafka, Husserl, Tomás de Aquino, Moliére, Gandhi, Newton, Schopenhauer, Ibn Arabi, Lamarck, Freud, Kiekergaard, Maimónides, Luther King, Paz, Eliot, Lao Tsé y tantos más... Y absorto frente a los libreros, soñaba con la Atenas clásica, o con Glastonbury, o con la Florencia de Dante y Miguel Ángel, sobrevolaba Troya lo mismo que Bizancio, se adentraba en la Mitla sombría, se estremecía frente al Deir de Petra, escalaba Machu Picchu, o bien, en éxtasis conquistaba las callejas de Jerusalén... Después de meses trabajando le había llegado la idea que repetía con entusiasmo a sus familiares y amigos: "es como si el mundo y la historia, bien cupieran en los metros cuadrados de una pequeña biblioteca".


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Fue el siete de octubre del año pasado, cuando en nuestra colonia y casi de inmediato en los medios nacionales, se difundió la inverosímil noticia de que "el joven acomodalibros" mientras trabajaba en la biblioteca de nuestro pequeño municipio, había hallado un tesoro magnífico. Nadie podía entenderlo, expertos ya habían verificado que las joyas y los doblones eran reales, de valor incalculable, pero cómo era posible, ¿qué hacía tanta riqueza olvidada y oculta entre los libros...?