miércoles, 25 de febrero de 2009

Cayó el delincuente

Cayó el delincuente en manos de la autoridad, la ley sobre él con todo su peso en un miércoles de ceniza. Golpeado y herido por sus captores, con llagas aún abiertas, con el corazón por la culpa destrozado, amoratado, como su perfil contrahecho, está como ido en esa comisaría de pésimo aspecto. Entre el desorden y la suciedad de semejante oficina, no sabe ni dónde colocar sus ojos, no sabe cómo huir de sí mismo, quisiera negar la realidad y borrar el tiempo vivido. Sí, hasta parece arrepentido mientras lo interrogan con insistencia, se encoge como un niño. Con su gesto helado y su mirada de hombre desquiciado, sólo alcanza a pronunciar entre sus labios, un murmuro casi inaudible cuando quiere decir: Jesús.

-Ahora se pone místico, el muy maldito- le grita el gendarme, mal encarado y mal fajado, mientras se rasca las orejas con el bolígrafo de sus manos.

-¡Contesta, criminal!

Parece que escucha el delincuente, pero de inmediato vuelve a la confusa nube de sus pensamientos, donde la imagen ensangrentada de su víctima se mezcla obsesivamente con el recuerdo de aquel crucifijo de madera que colgaba arriba de su cama cuando niño, las voces exteriores no pueden superar la estridencia de la sedición que sufre en su interior sin paz, por eso nada oye ni responde, excitando así la desesperación de sus captores.

-¡Contesta, desgraciado!

Pero no, no responde lo que quieren, después de un suspiro tan sólo vuelve a murmurar: Jesús, Jesús.