jueves, 15 de octubre de 2009

Conocí a Horacio

Conocí a Horacio mientras huíamos veloces, habiendo ya tirado los escudos y el valor, vencidos en la doble batalla de Filippos. Venía yo de morder -literalmente- el polvo: con la misma boca que había proferido antes tantas ardorosas y altivas amenazas, promulgando banalmente la victoria anticipada.

Fuera ya de peligro, recuerdo que en algún momento vimos pasar a un hombre mayor que evocó en Horacio la figura de su padre. Entonces, con singular alegría adornada de su inmejorable elocuencia, me habló de las virtudes y enseñanzas de su bienamado padre: de cómo habiendo sido esclavo conoció merecidamente la libertad, de cómo tan pobre procuró enriquecer siempre el alma de su descendencia... Entusiasmado y lleno de memorias y nostalgias, me relató con su palabra precisa de acabado poeta todo el brillo y la calidez del amor que sentía por su padre.

Yo, en medio de una urbe caótica de pensamientos, arruinado y más que nunca derrotado, no pude hacer otra cosa más que llorar como un niño frente a Horacio. Yo no había honrado en justicia ni a mi padre ni a mi madre. Yo era un mal hijo, confundido por el enceguecedor egoísmo que impide a los hijos amar y honrar a quienes deben como se debe. En tales momentos al fin perdoné a mis padres de tantas faltas que yo acusaba injustamente, ahora yo tendría que buscar su perdón.

Horacio paternalmente consoló mi desgraciada situación. Sus palabras limpias, llenas de lirismo, poderosas, resplandecían en mi mente, iluminando de esperanza nuevos caminos, esclareciendo el sentido de tantas cosas que ignoraba o había olvidado.