sábado, 25 de julio de 2009

Fraile

Es una persona admirable. Su heroísmo no es de este mundo, tampoco su alma. Ha aprendido a perdonar a tantos que lo han injuriado y odiado, lo sufre con una paciencia que es fácil confundir con otra cosa, por su carácter tan peculiar, por su escasez en estos lares, donde sólo se quiere vivir bajo el cobijo y la sombra del confort propio de la hipertecnología actual.

Camina entre rascacielos, sube por elevadores, cruza avenidas colosales entre bólidos magníficos, con la misma calma y desdén que cuando anda entre árboles y espinos en las más rústicas veredas. No le importa este mundo, todo su pensar se dirige cada vez más a Dios, contemplativo y calmado, manso y hasta torpe, pero en su simpleza sólo anhela cumplir el divino precepto. Sí, lo he visto enojarse, lo he visto fallar en alguna ocasión. Pero también he visto su profundo y sufrido arrepentimiento, he visto cómo ha renacido de las cenizas.

“Es un fraile”, le responde un hombre a su hijo, “un anacrónico” musita un transeúnte al pasar, “qué payaso”, piensa otro. Y es que aun viste la ropa del poverello de Asís y ese atuendo en esta ruidosa metrópoli "está completamente out". Qué más da, el muy inocente no sabe nada de ese smog que se arremolina sobre la gran ciudad.

Sublime o ridículo: es un ingenuo quijote, una oveja entre lobos. No olvida su sagrada misión y evangeliza en el metro o en el autobús, en la plazas o en los edificios, a cualquier hora del día.