jueves, 24 de junio de 2010

El Triste

...qué triste todos dicen que soy
que siempre estoy hablando de Ti
no saben que pensando en tu Amor
he podido ayudarme a vivir...

Como todo poema de la ausencia, desgarrador y dolido, nostálgico de un tiempo y hasta de un mundo mejor. Pensar al ausente, cantarle, poetizar por él, de algún modo es hacerle presente: el amor no concibe la muerte, el amor intuye siempre la perpetuidad de los amantes. Por eso llega a ser el querer mismo un testimonio de la presencia viva que se espera en la distancia. En la existencia postadánica, Dios está como ausente, su presencia silente e invisible es para los hombres un llamado imperioso a religarse, es una invitación a un Camino revelado para su reintegración y salvación definitiva. El hombre religioso, amante fervoroso que espera, sufre en sus entrañas y en su alma esta suerte de exilio espiritual que llevó a los místicos españoles a cantar dolorosamente el "vivo sin vivir en mí".


lunes, 21 de junio de 2010

No es más que otra noche en Garibaldi

¡No es más que otra noche aquí en Garibaldi! gritó presuntuoso, como quien habita en el paraíso, aquel mariachi regordete con aliento alcohólico, ante el turista de provincia que lo miraba tan callado como atónito. Las luces de la ciudad aún embriagaban al provinciano con ese élixir de cosmopolitismo y novedad; sin duda, para él no era otra noche más, era su noche en Garibaldi, por eso cantaba jubiloso, con la voz cada vez más alta, como proporcionalmente al nivel de alcohol en la sangre, por eso también imitaba el amaneramiento y la voz del cantante español que sonaba entre distorsiones desde un puesto de discos 'clonados':

"qué pasará, qué misterios habrá, puede ser mi gran noche..."

La música de los diferentes grupos o solistas sigue inundando la plaza, desde su territorio ganado se oponen, discuten y a veces hasta se reconcilian y armonizan en la magia de la noche. Emergen las notas, las voces y los delirios de una plaza que poco a poco se transforma según avanzan las horas y se derrochan más y más canciones de mariachis, corridos, boleros, rancheras o de banda: él sigue, eufórico, gritando y cantando hasta sus sentimientos más reprimidos, mientras los músicos tocan las mejores de José Alfredo, Pedro Infante, Jorge Negrete, Vicente Fernández, Martín Urieta, Juan Gabriel, Miguel Aceves Mejía, y tantos inmortales del pueblo mexicano. "¡Cielo Rojo, Cielo Rojo!" pidió con ansia, pero nada se comparó al verdadero éxtasis que alcanzó al cantar "El Rey", él solo, frente a una audiencia frenética de estudiantes festejando con secretarias indiscretas, briagos de cantina, turistas japoneses y un gringo viejo.

En poco tiempo se formó un pequeño grupo de entusiastas que durante horas no pararon de corear una a una sus canciones favoritas: "Ella", "Paloma negra", "El hijo del pueblo", "Amor eterno", "Volver, volver", "Mujeres Divinas", "La Mano de Dios", "Camino de Guanajuato", "El hijo desobediente", "Malagueña", "Perfume de Gardenias", y un largo etcétera...

No supo, de pronto, cómo llegó hasta este sitio... quedó pasmado por haber reconocido y encontrado la estatua de su ídolo José Alfredo. Se sintió como elegido por algún antiguo designio, emparentado cósmicamente con el gran compositor de Hidalgo. Después de fantasear despierto, tan briago como solo, dijo en voz alta, alzando la vista hacia la estatua: "aún es poco decir que me siento como Rodrigo de Triana gritando:¡Tierra a la vista...! o como el primer azteca en ver el águila sobre un nopal devorando una serpiente..."

Los niños pobres que venden chicles o que piden dinero, interrumpen su agasajo mental con su insistencia, al mismo tiempo, llega otro cantante borracho con su guitarra, ofreciendo "las joyas de Lara o Manzanero": nuestro turista todo acepta, gasta todo su dinero sin prudencia. Así que empezó por pedir "Sabes una cosa", cuyos acordes lo hicieron llorar. Y siguió llorando con "Amor de mis amores", "Veracruz" y "Quinto Patio". En tales momentos, verdaderamente creyó que esos caballitos que prometían ser de Tequila Cuervo le habían revelado algún secreto, alguna nueva ventana de felicidad... Entusiasmado y embebido por el espectáculo presente, por este festivo y jocoso teatro llamado Plaza Garibaldi, "digno de Balzac", "en los lindes entre el edén inocente y el más escalofriante infierno" según las palabras dichas con cierto desdén por el borracho de lentes "de fondo de botella" que escucha el mariachi a sus expensas, pues no trae ni un centavo, sólo abunda en palabrería de intelectual de cantina y una amplia colección de refranes populares...

Un ladronzuelo menor de edad, angustiado, insistentemente le ofreció mezcal adulterado. El provinciano prefierió experimentar "como en la prepa" con el cigarrillo mal líado que traía el jovencito entre sus dedos: "aquí no hay no hay pex, llégale a la bacha, la tira está del otro lado..." No pudo nunca comunicarse con él, no le entendía ni jota, pero ahí estaban los dos, tan lejanos fumando juntos "un humo de paz". Pero él no esperaba "un efecto tan total", según dijo con voz casi inaudible.

Unos payasos cruzan por la acera donde aguarda un cilindrero perfectamente ataviado, a la altura de un antro lleno de luces que inunda la calle de una música pésima a un volumen difícil de tragar, con su alfombra roja y prostitutas de minifalda a la puerta -que por oficio portan excesos de maquillaje e impudicia- y a tan sólo cuatro metros esperan parados, en la misma banqueta, un hombre enano acompañado de una mujer deforme. Un vendedor de animales prohibidos asoma algunos de sus ejemplares buscando un cliente incauto, increíble, trae hasta fieras africanas: por un momento es invadido por un frío cruel, no lo dice ni lo piensa tal cual, pero en sus vísceras alteradas por tanto tequila se pregunta: ¿en qué circo me perdí? ¿o es que la existencia misma se ha vuelto un circo cualquiera?

Plaza Garibaldi en flickr

domingo, 20 de junio de 2010

Trascendencia de las letras

Recién han muerto Saramago y Monsiváis y algo no me cuadra, no entiendo, la muerte de los escritores desafía nuestra razón, cómo que murieron, si ahí siguen, en sus libros, tan presentes.

Algo no se comprende en la vida cultural de nuestro país sin esa cuasiomnipresencia de Monsiváis -y digo esto aunque no haya sido yo su ferviente lector ni él santo de mi devoción.

Lo que desafía la razón es la trascendencia de los libros, testimonios de una inteligencia que en ellos se hace presente. Este misterio y don de las letras ha permitido a lo largo de siglos el crecimiento moral e intelectual de las almas. Recordemos que el vocablo clásico paideia, no sólo significa educación, cultura, tradición, civilización, también significa: literatura.

La muerte de cualquier persona desafía lo mismo nuestra razón, aunque no hayan escrito ningún libro. La trascendencia es de las personas; las letras, los libros, participan de ella por ser obras espirituales de personas. Las letras y los libros materializan, hacen patente esta grandeza perenne de las almas que no necesariamente deja rastros visibles en el tráfago del devenir mundano.