Era la Palabra misma, olvidada por necedad humana, la que hacía falta en cada voz. Era también herencia de una Eva y un Adán, que por vana ciencia habían perdido la sabiduría de la vida edénica. Por eso la resurreción a nada sonaba, o sonaba a cuento chino, artificio de mago de fiestas, hechizo fallido, invento de payaso o retórica de merolico. Ah, pobres hombres que habíamos olvidado la verdad y el sentido de las palabras, seducidos por ideologías necrófilas y filosofías huecas, con su olvido habíamos perdido también la propia vida: nosotros éramos los cuentos chinos, los artificios de magos, la retórica del merolico.
La Palabra misma tuvo que encarnarse para liberarnos de las ataduras que ensordecían nuestros espíritus. La Palabra se encarnó, murió y resucitó para dar vida plena a quienes hoy ya escuchan: Resurrección...

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